Mateo 10:26-33
26 «No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse.
27 Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados.
28 «Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna.
29 ¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre.
30 En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados.
31 No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos.
32 «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos;
33 pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos.
REFLEXIÓN
— La tempestad en el lago. Nunca nos dejará solos el Señor en medio de las dificultades.
I. En dos ocasiones, según leemos en el Evangelio, sorprendió la tempestad a los Apóstoles en el lago de Genesaret, mientras navegaban hacia la orilla opuesta cumpliendo un mandato del Señor. En el Evangelio de la Misa de este domingo1 , San Marcos narra que Jesús estaba con ellos en la barca, y aprovechó aquellos momentos para descansar, después de un día muy lleno de predicación. Se recostó en la popa, reposando la cabeza sobre un cabezal, probablemente un saquillo de cuero embutido de lana, sencillo y basto, que para descanso de los marineros llevaban estas barcas. ¡Cómo contemplarían los ángeles del Cielo a su Rey y Señor apoyado sobre la dura madera, restaurando sus fuerzas! ¡El que gobierna el Universo está rendido de fatiga!
Mientras tanto, sus discípulos, hombres de mar muchos de ellos, presienten la borrasca. Y la tempestad se precipitó muy pronto, con un ímpetu formidable: las olas se echaban encima, de manera que se inundaba la barca. Hicieron frente al peligro, pero el mar se embravecía más y más, y el naufragio parecía inminente. Entonces, como definitivo recurso, acuden a Jesús. Le despertaron con un grito de angustia: ¡Maestro, que perecemos!
No fue suficiente la pericia de aquellos hombres habituados al mar, y tuvo que intervenir el Señor. Y levantándose, increpó a los vientos y dijo al mar: ¡calla, enmudece! Y se calmó el viento, y se produjo una gran bonanza. La paz llegó también a los corazones de aquellos hombres asustados.
Algunas veces se levanta la tempestad a nuestro alrededor o dentro de nosotros. Y nuestra pobre barca parece que ya no aguanta más. En ocasiones puede darnos la impresión de que Dios guarda silencio; y las olas se nos echan encima: debilidades personales, dificultades profesionales o económicas que nos superan, enfermedad, problemas de los hijos o de los padres, calumnias, ambiente adverso, infamias...; pero «si tienes presencia de Dios, por encima de la tempestad que ensordece, en tu mirada brillará siempre el sol; y, por debajo del oleaje tumultuoso y devastador, reinarán en tu alma la calma y la serenidad»2 .
Nunca nos dejará solos el Señor; debemos acercarnos a Él, poner los medios que se precisen... y, en todo momento, decirle a Jesús, con la confianza de quien le ha tomado por Maestro, de quien quiere seguirle sin condición alguna: ¡Señor, no me dejes! Y pasaremos junto a Él las tribulaciones, que dejarán entonces de ser amargas, y no nos inquietarán las tempestades.
— Debemos contar con incomprensiones si somos de verdad apóstoles en medio del mundo. No es el discípulo más que el maestro.
II. Jesús se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: ¡Silencio, cállate! Este milagro fue impresionante y quedó para siempre en el alma de los Apóstoles; sirvió para confirmar su fe y para preparar su ánimo en vista de las batallas, más duras y difíciles, que les aguardaban. La visión de un mar en absoluta calma, sumiso a la voz de Cristo, después de aquellas grandes olas, quedó grabada en su corazón. Años más tarde, su recuerdo durante la oración tuvo que devolver muchas veces la serenidad a estos hombres cuando se enfrentaron a todas las pruebas que el Señor les iba anunciando.
En otra ocasión, camino de Jerusalén, les había dicho Jesús que se iba a cumplir lo que habían vaticinado los profetas acerca del Hijo del Hombre; porque será entregado en manos de los gentiles, y escarnecido, y azotado, y escupido; y después que le hubieren azotado, le darán muerte, y al tercer día resucitará3 . Y a la vez les advierte que también ellos conocerán momentos duros de persecución y de calumnia, porque no es el discípulo más que el maestro, ni el siervo más que su amo. Si al amo de la casa le han llamado Beelzebul, cuánto más a los de su casa4 . Jesús quiere persuadir a aquellos primeros y también a nosotros de que entre Él y su doctrina y el mundo como reino del pecado no hay posibilidad de entendimiento5 ; les recuerda que no deben extrañarse de ser tratados así: si el mundo os aborrece, sabed que antes que a vosotros me aborreció a mí6 . Y por eso, explica San Gregorio: «la hostilidad de los perversos suena como alabanza para nuestra vida, porque demuestra que tenemos al menos algo de rectitud en cuanto que resultamos molestos a los que no aman a Dios: nadie puede resultar grato a Dios y a los enemigos de Dios al mismo tiempo»7 . Por consiguiente, si somos fieles habrá vientos y oleaje y tempestad, pero Jesús podrá volver a decir al lago embravecido: ¡Silencio, cállate!
En los comienzos de la Iglesia, los Apóstoles experimentaron pronto, junto a frutos muy abundantes, las amenazas, las injurias, la persecución8 . Pero no les importó el ambiente, a favor o en contra, sino que Cristo fuera conocido por todos, que los frutos de la Redención llegaran hasta el último rincón de la tierra. La predicación de la doctrina del Señor, que humanamente hablando era escándalo para unos y locura para otros9 , fue capaz de penetrar en todos los ambientes, transformando las almas y las costumbres.
Han cambiado muchas de aquellas circunstancias con las que se enfrentaron los Apóstoles, pero otras siguen siendo las mismas, y aun peores: el materialismo, el afán desmedido de comodidad y de bienestar, de sensualidad, la ignorancia, vuelven a ser viento furioso y fuerte marejada en muchos ambientes. A esto se ha de unir el ceder –por parte de muchos– a la tentación de adaptar la doctrina de Cristo a los tiempos, con graves deformaciones de la esencia del Evangelio.
Si queremos ser apóstoles en medio del mundo debemos contar con que algunos –a veces el marido, o la mujer, o los padres, o un amigo de siempre– no nos entiendan, y habremos de cobrar firmeza de ánimo, porque no es una actitud cómoda ir contra corriente. Habremos de trabajar con decisión, con serenidad, sin importarnos nada la reacción de quienes –en no pocos aspectos– se han identificado de tal manera con las costumbres del nuevo paganismo que están como incapacitados para entender un sentido trascendente y sobrenatural de la vida.
Con la serenidad y la fortaleza que nacen del trato íntimo con el Señor seremos roca firme para muchos. En ningún momento podemos olvidar que, particularmente en nuestros días, «el Señor necesita almas recias y audaces, que no pacten con la mediocridad y penetren con paso seguro en todos los ambientes»10: en las asociaciones de padres de alumnos, en los colegios profesionales, en los claustros universitarios, en los sindicatos, en la conversación informal de una reunión... Como ejemplo concreto, es de especial importancia la influencia de las familias en la vida social y pública. «Ellas mismas deben ser ―las primeras en procurar que las leyes no solo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y deberes de la familia‖ (cfr. Familiaris consortio, 44), promoviendo así una verdadera ―política familiar‖ (ibídem). En este campo es muy importante favorecer la difusión de la doctrina de la Iglesia sobre la familia de manera renovada y completa, despertar la conciencia y la responsabilidad social y política de las familias cristianas, promover asociaciones o fortalecer las existentes para el bien de la familia misma»11. No podemos permanecer inactivos mientras los enemigos de Dios quieren borrar toda huella que señale el destino eterno del hombre.
— Actitud ante las dificultades.
III. «―Las tres concupiscencias (cfr. 1 Jn 2,16) son como tres fuerzas gigantescas que han desencadenado un vértigo imponente de lujuria, de engreimiento orgulloso de la criatura en sus propias fuerzas, y de afán de riquezas‖ (San Josemaría Escrivá, Carta 14-II-1974, n. 10). (...) Y vemos, sin pesimismos ni apocamientos, que (...) estas fuerzas han alcanzado un desarrollo sin precedentes y una agresividad monstruosa, hasta el punto de que ―toda una civilización se tambalea, impotente y sin recursos morales‖ (ibídem)»12. Ante esta situación no es lícito quedarse inmóviles. Nos apremia el amor de Cristo..., nos dice San Pablo en la Segunda lectura de la Misa13. La caridad, la extrema necesidad de tantas criaturas, es lo que nos urge a una incansable labor apostólica en todos los ambientes, cada uno en el suyo, aunque encontremos incomprensiones y malentendidos de personas que no quieren o no pueden entender.
«Caminad (....) in nomine Domini, con alegría y seguridad en el nombre del Señor. ¡Sin pesimismos! Si surgen dificultades, más abundante llega la gracia de Dios; si aparecen más dificultades, del Cielo baja más gracia de Dios; si hay muchas dificultades, hay mucha gracia de Dios. La ayuda divina es proporcionada a los obstáculos que el mundo y el demonio pongan a la labor apostólica. Por eso, incluso me atrevería a afirmar que conviene que haya dificultades, porque de este modo tendremos más ayuda de Dios: donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20)»14 .
Aprovecharemos la ocasión para purificar la intención, para estar más pendientes del Maestro, para fortalecernos en la fe. Nuestra actitud ha de ser la de perdonar siempre y permanecer serenos, pues está el Señor con cada uno de nosotros. «Cristiano, en tu nave duerme Cristo –nos recuerda San Agustín–, despiértale, que Él increpará a la tempestad y se hará la calma»15. Todo es para nuestro provecho y para el bien de las almas. Por eso, basta estar en su compañía para sentirnos seguros. La inquietud, el temor y la cobardía nacen cuando se debilita nuestra oración. Él sabe bien todo lo que nos pasa. Y si es necesario, increpará a los vientos y al mar, y se hará una gran bonanza, nos inundará con su paz. Y también nosotros quedaremos maravillados, como los Apóstoles.
La Santísima Virgen no nos abandona en ningún momento: «Si se levantan los vientos de las tentaciones –decía San Bernardo– mira a la estrella, llama a María (...). No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en ella piensas. Si ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si ella te ampara»16 . 1 Mc 4, 35-40. — 2 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 343. — 3 Lc 18, 31-33. — 4 Mt 10, 24. — 5 Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Jn 15, 18-19. — 6 Jn 15, 18. — 7 SAN GREGORIO MAGNO, In Ezechielem homiliae, 9. — 8 Cfr. Hech 5, 41-42. — 9 Cfr. 1 Cor 1, 23. — 10 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, n. 416. — 11 CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Los católicos en la vida pública, 22- IV-1986, n. 162. — 12 A. DEL PORTILLO, Carta 25-XII-1985, n. 4. — 13 2 Cor 5, 14- 17. — 14 A. DEL PORTILLO, Carta 31-V-1987, n. 22. — 15 SAN AGUSTÍN, Sermón 361, 7. — 16 SAN BERNARDO, Homilías sobre la Virgen Madre, 2.
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